Cómo la demanda de IA está tensando el mercado mundial del cobre

Última actualización: diciembre 12, 2025
Autor: Isaac
  • El cobre vive una escalada de precios por un déficit estructural entre oferta limitada y demanda al alza ligada a electrificación y tecnología.
  • La inteligencia artificial y los centros de datos incrementan el consumo de cobre, aunque su impacto se ve matizado por la sustitución con aluminio.
  • La falta de nuevas minas, los largos permisos y la concentración de producción y refino en pocos países, especialmente China, agravan el riesgo de escasez.
  • Reciclaje, chatarra e inversión público-privada serán clave para evitar que la falta de cobre frene la transición energética y el desarrollo de la IA.

mercado de cobre afectado por la demanda de IA

El cobre se ha convertido en el nuevo protagonista silencioso de la revolución tecnológica. Mientras todo el mundo mira a la inteligencia artificial, a los chips y a los grandes modelos de lenguaje, en el subsuelo se libra otra batalla igual de crucial: la de asegurar suficiente metal rojo para alimentar centros de datos, redes eléctricas, vehículos eléctricos y un rearme militar creciente. El precio ya lo está reflejando con máximos históricos y una volatilidad que mantiene en vilo a gobiernos, mineras e inversores.

Este desequilibrio entre una demanda disparada y una oferta que no llega está creando un cóctel explosivo: tensiones geopolíticas, proyectos mineros polémicos, dependencia de China en el refino y el miedo real a que la falta de cobre frene la transición energética y el despliegue masivo de la IA. No hablamos de un problema puntual, sino de un riesgo estructural que muchos organismos y analistas sitúan ya en el centro de la seguridad económica global.

El cobre, el “oro rojo” en máximos históricos

En los últimos años, el cobre ha pasado de ser un metal industrial más a ganarse el apodo de “oro rojo”. Su cotización ha superado los 11.500 dólares por tonelada, frente a los aproximadamente 8.000 de hace apenas un par de años, lo que supone una revalorización cercana al 30 % en el último ejercicio. Este rally no responde a una moda pasajera, sino a un cambio de fondo en la economía mundial.

El mercado se enfrenta a un desajuste notable entre oferta menguante y consumo al alza. El banco de inversión Morgan Stanley calcula que para 2026 habrá un déficit de unas 590.000 toneladas de cobre, el mayor en dos décadas, y que la brecha podría ampliarse hasta 1,1 millones de toneladas en 2029. La Agencia Internacional de la Energía (AIE) es todavía más contundente: estima que hasta un 30 % de la demanda podría quedar sin cubrir durante la próxima década si no se acelera la inversión en nuevas minas.

La presión es tal que Estados Unidos ha elevado el cobre a la categoría de mineral estratégico. La administración Trump lo ha incluido en la lista de recursos críticos, ha reforzado las reservas del National Defense Stockpile con miles de millones de dólares y ha impuesto aranceles del 50 % a determinados productos semielaborados de cobre y componentes intensivos en este metal. Curiosamente, minerales, concentrados, cátodos, ánodos y chatarra de cobre quedan exentos, una señal clara de que Washington no puede permitirse cortar el acceso al metal básico.

En paralelo, los inventarios mundiales de cobre han subido hasta algo más de 656.000 toneladas, el nivel más alto desde 2018, y alrededor del 60 % de esos stocks se encontrarían en EE. UU., según datos de Bloomberg. Aun así, el mercado descuenta futuros déficits, y los precios en la Bolsa de Metales de Londres (LME) se han instalado por encima de los 11.000 dólares por tonelada, superando con holgura los niveles de hace dos años.

demanda de cobre por inteligencia artificial

España, la mina estratégica que no termina de despegar

En el contexto europeo, España ocupa una posición sorprendentemente ventajosa en cobre, pero no termina de aprovecharla. Es el segundo país de la Unión Europea con más proyectos estratégicos mineros designados, solo superado por Francia, e incluye explotaciones de cobre en activo principalmente en las provincias de Huelva y Sevilla, en plena Faja Pirítica Ibérica.

Expertos como Arnoldus van den Hurk, de r4mining.com, subrayan que el problema no es la falta de recursos, sino la falta de visión estratégica. El subsuelo español podría contribuir de forma relevante a reducir la dependencia europea de proveedores externos, pero la ausencia de un marco claro de seguridad nacional y de una narrativa pública que explique la importancia de estas materias primas ralentiza todo. Los permisos pueden tardar entre 10 y 15 años, y la oposición social a la minería sigue siendo intensa.

Mientras tanto, Estados Unidos avanza con inyecciones multimillonarias para reactivar su base minera, a través de leyes como la Defense Production Act y programas específicos para reforzar el stock de minerales críticos. Como recuerda Van den Hurk, durante más de un siglo la seguridad global giró en torno al control del petróleo; ahora, la seguridad del siglo XXI empieza a medirse en toneladas de minerales, y el cobre es una de las piezas centrales de ese tablero.

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IA, centros de datos y demanda “oculta” de cobre

La fiebre por la inteligencia artificial ha disparado la construcción de centros de datos de nueva generación, hiperconectados y extremadamente demandantes de energía. Cada uno de estos complejos requiere una enorme cantidad de cableado, transformadores, sistemas de refrigeración y conexiones de alta capacidad, todos ellos intensivos en cobre.

Según el gigante minero BHP, la cantidad de cobre utilizada en centros de datos se multiplicará por seis de aquí a 2050. Grupo México estima, además, que los centros de datos para IA consumen entre 27 y 33 toneladas de cobre por megavatio de potencia instalada, más del doble de lo que necesitan los centros de datos convencionales. Es decir, cada nueva gran granja de servidores especializada en IA arrastra una demanda de cobre muy superior a la de la generación anterior.

No obstante, el impacto concreto de la IA en el mercado del cobre genera matices. Desde Julius Baer apuntan que, pese al boom en la construcción de centros de datos en Estados Unidos —la inversión anual habría pasado de unos 9.000 millones de dólares en 2020 a más de 38.000 millones en 2025—, no se observa todavía un salto proporcional en el consumo de cobre. La demanda de cobre en EE. UU. crece apenas a un ritmo cercano al 1,2 % anual desde 2020, impulsada sobre todo por los sectores eléctrico y de transporte.

Una de las claves es la sustitución del cobre por aluminio en redes de transmisión y distribución. Cada vez se utilizan más cables de aluminio (alta, media y baja tensión) para abaratar costes, lo que amortigua en parte el posible tirón de la IA sobre la demanda total de cobre. La propia AIE calcula que para 2030 los centros de datos representarán en torno al 2 % del consumo global de cobre, una cifra relevante pero no determinante por sí sola.

Aun así, hay consenso en que el conjunto de la electrificación —IA incluida— está creando un impulso estructural de largo recorrido. El verdadero problema no es tanto el pico puntual de consumo sino el déficit acumulado de inversión en nuevas minas durante la última década, que deja al sistema sin margen de maniobra ante cualquier acelerón inesperado de la demanda.

Vehículos eléctricos, construcción y transición energética: la otra mitad de la historia

Más allá de la IA, el cobre es columna vertebral de la transición energética y del cambio de modelo de movilidad. Los vehículos eléctricos usan bastante más cobre que los de combustión, tanto en el motor como en el cableado interno y en la infraestructura de carga. En 2025, este segmento ya consume alrededor de 1,7 millones de toneladas de cobre, y se estima que necesitará unas 2,6 millones de toneladas adicionales de aquí a 2035.

La construcción sigue siendo el gran consumidor tradicional de cobre a nivel mundial, y su peso continúa siendo dominante en el mix de demanda. Aquí entra en juego un factor incómodo: la debilidad del mercado inmobiliario chino. Los problemas del sector en China están restando tracción al crecimiento del consumo de cobre y compensando parte del empuje que aportan la electrificación y las renovables.

La Agencia Internacional de la Energía y consultoras como Wood Mackenzie coinciden en que los proyectos de transición energética (eólica, solar, redes de alta tensión, almacenamiento) también son grandes sumideros de cobre. El crecimiento acelerado de la red eléctrica, especialmente en Asia, exige kilómetros y kilómetros de líneas y equipos cuyo corazón es de cobre. El Sudeste Asiático e India, con su proceso de desarrollo y urbanización, suman otra capa de demanda: cuando cada hogar se equipa con electrodomésticos, aire acondicionado y acceso digital, el consumo de metal rojo se dispara.

En total, Wood Mackenzie calcula que la demanda global de cobre aumentará alrededor de un 24 % hasta 2035, hasta alcanzar unas 42,7 millones de toneladas anuales. Solo cuatro grandes motores —electrificación y renovables, centros de datos de IA, expansión militar europea y desarrollo de India y el Sudeste Asiático— podrían añadir cerca de 3 millones de toneladas extra al año, a las que se sumarían otros 4,5 millones de toneladas procedentes del crecimiento económico “tradicional”.

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Una oferta que se queda corta: minas viejas, pocos hallazgos y mucha burocracia

El gran cuello de botella está en la oferta. Morgan Stanley prevé que la producción minera de cobre se contraiga este año por primera vez desde 2020. No solo por incidentes puntuales —como el deslizamiento de tierras en Grasberg Block Cave (Indonesia) o problemas operativos en Codelco (Chile) e Ivanhoe Mines (Congo)—, sino por un agotamiento progresivo de las minas maduras y la dificultad para poner en marcha nuevos proyectos.

De acuerdo con la AIE, de 239 yacimientos descubiertos desde 1990, solo 14 se encontraron en los últimos diez años. Es decir, o ya se ha explorado lo mejor, o extraer lo que queda es técnica, económica y socialmente mucho más complicado. Al mismo tiempo, el mercado está muy concentrado: aproximadamente la mitad de la producción mundial proviene de solo tres países (Chile, Perú y la República Democrática del Congo) y una treintena de grandes minas produce un tercio del cobre extraído a nivel global.

Las minas actuales están cada vez más profundas, con leyes de mineral más bajas y costes crecientes por tonelada producida. En Chile y Perú, la concentración típica de cobre ronda entre el 0,3 % y el 1,5 %, lo que implica remover cantidades ingentes de roca estéril para obtener el metal. Según estimaciones de expertos del sector, solo en este año se han movido en el mundo volúmenes equivalentes, en millones de toneladas, a unas diez veces la ciudad de Madrid. Para 2050, habría que cuadruplicar esa cifra si se quiere cubrir las necesidades proyectadas.

Por si fuera poco, los plazos de tramitación de permisos se han alargado en muchas jurisdicciones, en parte por legislación ambiental más estricta y en parte por presión social. Los inversores tampoco se muestran especialmente animados a financiar grandes proyectos greenfield (desde cero): prefieren operaciones corporativas (fusiones y adquisiciones) o ampliar minas existentes, con menos riesgo y plazos más cortos.

Wood Mackenzie calcula que, para equilibrar el mercado hasta 2035, haría falta activar nuevas minas a un ritmo casi el doble que el de la última década, con inversiones superiores a los 210.000 millones de dólares, frente a los 76.000 millones invertidos en proyectos de cobre en los últimos seis años. En la práctica, esto implicaría triplicar el esfuerzo inversor actual, algo que hoy no se ve reflejado en las decisiones de muchas compañías.

El caso de Arizona: un megaproyecto entre la necesidad industrial y el conflicto social

Un ejemplo paradigmático de las tensiones que rodean al cobre es Resolution Copper, en Arizona, un enorme yacimiento situado en el llamado “triángulo del cobre” estadounidense. Para llegar al “Nivel 68”, más de 2 kilómetros bajo tierra, los trabajadores descienden durante diez minutos en un ascensor metálico ruidoso, equipados con cascos, botas de seguridad y equipos de respiración de emergencia.

Resolution, participada por gigantes como BHP y Rio Tinto, ya ha invertido más de 2.000 millones de dólares en exploración y permisos, pero probablemente pasará otra década antes de que se pueda extraer cobre. El proyecto se asienta bajo una zona que algunos grupos nativos apaches consideran sagrada, especialmente el área de Oak Flat, lo que ha dado lugar a largos litigios y a una fuerte contestación social.

Para los defensores del proyecto, el depósito podría cubrir hasta una cuarta parte de la demanda anual de cobre de Estados Unidos durante cuarenta años, reforzar la seguridad de suministro y reducir la dependencia de importaciones. Para los opositores, “cambiaría el paisaje para siempre” y pondría en riesgo lugares ceremoniales fundamentales para la identidad de la comunidad. La administración Trump ha señalado el proyecto como un caso de prueba clave de su apuesta por reactivar la minería doméstica.

Más allá del conflicto concreto, Resolution ilustra un dilema recurrente: las mejores oportunidades de cobre suelen estar en zonas ambiental o socialmente sensibles. A ello se suman problemas de sequía en regiones mineras clave, como el norte de Chile, donde el cambio climático complica garantizar el agua necesaria para operar. Todo ello incrementa el coste económico, reputacional y político de cada nueva mina.

China al mando del refino y el gran juego geopolítico del cobre

Si en la extracción China tiene un peso relevante, en el refino su posición es directamente dominante. Aunque solo representa aproximadamente el 9 % del cobre extraído del mundo, controla cerca del 60 % de la capacidad de fundición y refino. Si se incluyen proyectos en el extranjero en los que empresas chinas tienen participación, su cuota en la producción minera global sube hasta en torno al 20 %.

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China es también el mayor consumidor de cobre, con algo más del 58 % de la demanda mundial, impulsada por la expansión de su red eléctrica y su industria manufacturera. En los últimos años ha concentrado alrededor de la mitad de la inversión global en nuevos proyectos de cobre desde 2019, apoyada por el Estado y sin la misma presión de los accionistas que sufren las compañías occidentales. Este enfoque le permite mover ficha con rapidez y asegurar posiciones estratégicas en yacimientos de África, América Latina y otros puntos clave.

Mientras tanto, Occidente se muestra más reticente a asumir riesgos geopolíticos y financieros, se retira de países considerados inestables y confía en las “fuerzas del mercado” para garantizar el suministro. Consultoras como Wood Mackenzie advierten de que esta estrategia es insuficiente: recomiendan consorcios público-privados, incentivos fiscales, fondos de coinversión y acuerdos de suministro a largo plazo para competir de tú a tú con las empresas estatales chinas.

Iniciativas del G7 y la Unión Europea apuntan a combinar reservas estratégicas de minerales críticos con acuerdos de infraestructura a cambio de recursos en países productores, ofreciendo alternativas a la financiación china. Aun así, la creación de nuevas fundiciones fuera de China es muy limitada: son instalaciones caras, intensivas en energía y con márgenes tradicionalmente bajos, lo que frena el apetito inversor.

Reciclaje, sustitución y chatarra: ¿bala de plata o simple parche?

Ante la dificultad de aumentar la producción primaria, el sector mira con más interés al reciclaje de cobre y al aprovechamiento de chatarra. Wood Mackenzie estima que, para 2035, será necesario sumar unas 3,5 millones de toneladas procedentes de chatarra, complementarias a las nuevas minas. El aumento de precios y la mejora de las tecnologías de recuperación hacen viable procesar materiales que hace una década no resultaban rentables.

Las grandes mineras también exploran reanudar operaciones clausuradas o recuperar cobre de escombreras antiguas. BHP estudia, por ejemplo, sacar partido a antiguos depósitos de residuos en Arizona, mientras que Freeport y otros actores siguen caminos similares. En algunos casos, la combinación de precios altos y avances técnicos abre la puerta a alargar la vida útil de explotaciones que parecían agotadas.

Sin embargo, el reciclaje por sí solo no puede tapar el agujero estructural. La disponibilidad de chatarra depende del ciclo de vida de los productos (edificios, infraestructuras, vehículos) y, en muchos mercados emergentes, el stock en uso todavía está creciendo, por lo que no hay volumen suficiente de material al final de su vida útil.

En paralelo, la sustitución por otros metales como el aluminio gana terreno en algunos usos, sobre todo en redes eléctricas, pero no siempre es viable en aplicaciones donde la conductividad, la durabilidad o el espacio son críticos. Además, en muchos proyectos de alta tecnología (centros de datos de IA, defensa, electrónica de precisión), el coste del cobre es una parte muy pequeña del total, por lo que los desarrolladores apenas perciben el impacto de las subidas de precio y no tienen incentivos fuertes para reducir su uso.

Todo esto hace que analistas como Natalie Scott-Gray, de StoneX, anticipen que alrededor de 2030 el mercado podría entrar en un déficit estructural muy difícil de revertir. En ese escenario, saldrán ganando los países y empresas que hayan asegurado suministros —ya sea vía reservas estratégicas, participación en minas o control de capacidad de refino— frente a quienes confíen simplemente en comprar en el mercado al contado.

El panorama que se perfila es el de un metal aparentemente modesto convertido en palanca crítica de la economía digital y verde. Entre el auge de la inteligencia artificial, la electrificación masiva, el rearme global y el desarrollo de Asia, la demanda de cobre avanza a un ritmo que las minas envejecidas, la escasez de nuevos hallazgos y los cuellos de botella ambientales y políticos apenas pueden seguir. Si gobiernos y sector privado no aceleran inversiones, permisos y soluciones de reciclaje y sustitución, el “oro rojo” puede transformarse en una fuente de tensiones económicas y geopolíticas prolongadas, con impacto directo en la velocidad a la que podremos desplegar la IA, las energías renovables y la infraestructura de un mundo cada vez más electrificado.

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